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Mujeres del evangelio, mujeres de lo cotidiano.

Heroínas del Evangelio: Mujeres del Evangelio entre la virtud y los desafíos, símbolos de valentía y renacimiento en el amor universal

Son mujeres de valentía que recorren las páginas del Evangelio y nos hablan de sus virtudes y de sus limitaciones. Son mujeres reales. Ahora las mujeres de misericordia hasta el amargo final, ahora mujeres de dolor y vergüenza restituidas a su dignidad, pero todas, indistintamente, mujeres que dijeron sí a la Vida porque se sintieron elegidas, buscadas, acogidas, amadas y restituidas a su verdad por un Amor mayor que las llamaba por nombre. Mujeres al lado de Cristo y los discípulos en su camino o levantadas del barro y regresadas a la vida de la que son generadoras y a su esencia primitiva cuando, saliendo de la mano de Dios, completaron su creación y armonía. Mujeres atentas a la voz que desde lo más profundo de sus almas, se elevaba a sus inteligencias y a sus corazones invitándolas o llamándolas a regresar a su singularidad, a su verdadera identidad en la valentía de un renacimiento que hizo de su vientre el inmenso útero de la Tierra, capaz de de generar todo bien.

Por eso al Evangelio siempre he vuelto a considerar su valentía, su especial cuidado y el extraordinario poder del amor que sabe cambiar situaciones y acontecimientos en ese silencio que sólo las mujeres saben escuchar, comprender, mantener y gestionar para que la humanidad pueda convertirse. humano de nuevo. Yo leía el Evangelio en tiempos de una sociedad machista y de una Iglesia clerical, cuando veía a las mujeres relegadas a tareas que no les correspondían, valoradas sólo por la eficacia de lo que dictaba el pensamiento cultural o por lo que aparecía a los ojos envidiosos o codiciosos. de quienes la miraban en su belleza más efímera, con los ojos nublados por la impotencia de no poder reducirla a estereotipos desgastados. Sí, cuando abrí el Evangelio descubrí que la Mujer era otra... Mirada por los ojos de Jesús recobró su dignidad, su tarea, su papel y su ser innegable frente al hombre, criatura semejante y distinta, gracias a eso. Dios de Misericordia que le devolvió su lugar, que la devolvió a su inocencia primitiva y a su verdadera tarea en el mundo y en la Iglesia. Y estaba disfrutando de ese renacimiento, de esa redención que ya nadie podía negar sin ser culpable de ello. En mi mente de muchacha que se alegraba de ser mujer, pasaba entonces ante mis ojos a las mujeres que conocía y, en la jerga de una lengua que me pertenece, las llamaba “vírgenes” como las vírgenes florentinas, como María. de Nazaret a quien Tonino Bello gustaba llamar simplemente: Mujer de cada día, mujer de la semana, mujer de todos los días.

En esta mujer de cada día elegida para generar, mantener y salvar la vida, vi a Carmen, la mujer de acogida y caridad que no se detuvo ni un momento y, como Marta en Betania, hizo todo lo posible para recibir a cualquiera que se detuviera en su puerta. Acogía con su propia humildad a todo pobre inesperado y, para no humillar a quien le pedía un poco de pan, lo saludaba como una bendición. La atención y el cuidado iluminaron su día con una dulce y recatada serenidad y un profundo y discreto dolor. A todos repitió que había encontrado a Dios en esa humanidad sufriente y que lamentaba no poder hacer más.

Teresa, en cambio, era una mujer de oración y perdón. Como María de Betania, la encontraba a menudo en la parroquia. Era dulce y delicada, casada con un hombre tosco y violento que le reprochaba su deseo de asistir a la Iglesia donde a menudo se refugiaba para encontrar, en silencio, “la mejor parte” de sí misma. Como María, hermana de Lázaro, ella sació su sed en la Palabra y luego derramó su frescura sobre cualquiera para ser feliz. A quienes le decían que no estaba obligada a obedecer a su marido y le aconsejaban que lo dejara, ella respondía: “Nadie me obliga, soy yo quien libremente elegí amarlo y serle fiel para siempre”. Ella, contemplando durante mucho tiempo el rostro de Jesús, “había elegido la mejor parte”, la de la oración, el perdón y la libertad de obedecerse a sí misma, incluso cuando los acontecimientos llegaban inesperados y difíciles en su desarrollo en el tiempo.

Luego estaban Argentina, Tulia, Antonia. que lloraron a sus hijos perdidos que abandonaron su hogar para seguir promesas vanas y mentirosas. Los veíamos pasar por el camino y preguntábamos a cualquiera que hubiera bajado al llano si había encontrado a alguien con nuevas noticias. Los atravesé con el corazón apretado, sus hijos eran amigos perdidos en las drogas, en el vicio, en paraísos de papel maché que pensaban que estaban llenos de dinero. Los conocí valientes, dispuestos a dar la vida para traerlos a casa. Entonces recordé las palabras de Jesús cuando, camino al Calvario, se detuvo ante ese grupo de mujeres que lloraban y les recomendó: “No lloréis por mí, sino por vuestros hijos”. Y Argentina Tulia y Antonia me decían con su testimonio que el corazón de una madre está dispuesto a dar vida con tal de que sus hijos la reciban en plenitud. Y no hay amor más grande que el que da la vida por los demás.

En cambio, Sofía fue una compañera de infancia, demasiado buena y demasiado inocente para darse cuenta de quienes le robaban la sonrisa y la juventud. La llamaron “la prostituta”. Su vida se había perdido entre las calles iluminadas que conducían a donde el hombre tiene sed de lujuria y chantajea al inocente sin ningún escrúpulo. Al pasar se sintió avergonzada y ya no saludó a nadie. Las miradas escrutadoras de los “justos” pesaban sobre ella mientras los “sedientos de placer” de sus verdugos se mostraban hostiles hacia ella. Pero una Voz llena de misericordia se había elevado en aquel inmenso dolor donde, durante demasiado tiempo, había resonado la palabra de la prostitución forzada, un drama frustrado por el coraje de los testigos de su larga agonía. “¿Mujer, nadie te ha condenado? Ni si quiera yo. Ve y no peques más”. Jesús había prestado su voz a Lucas quien, al ver el gran dolor de la mujer, la había ayudado a levantarse. Y Sofía se había levantado con renovado coraje dispuesta a volver a la creencia de que todavía valía la pena vivir la vida y, como la mujer del Evangelio, había seguido a Jesús hasta Flavio, el hombre que se casó con ella, formando con ella una familia según el corazón de Dios.

Finalmente estaba Stefania con su hija enferma en una silla de ruedas. No era viuda, pero no tenía marido y Lucietta lo era todo para ella. Por la mañana siempre se detenía frente a la pequeña capilla frente a la casa y rezaba al Crucifijo desde el fondo de su corazón para que sanara a su hija. Arrodillada en el primer escalón frente a la Cruz, no se movió hasta que llegó el autobús regular que la llevaría al trabajo. El verano y el invierno, el frío y el calor, la noche y el día nunca la detuvieron. Su temperamento y su fe inquebrantable la colocaron en el camino de regreso al Calvario, donde no había ningún cireneo que la ayudara. “Talitakum” fue la palabra que le vino a la mente y Stefania la repetía todos los días, aunque de forma diferente, en esa esperanza que sostiene el amor. Mujer de coraje la llamaban en el pueblo, pero ella se burlaba diciendo que era la fe en Dios Padre de misericordia la que la sostenía en su tarea de ser madre. Y junto a la fe estaba la sonrisa radiante de Lucietta en la que sentía todo el coraje de los puros de corazón, el coraje de correr en sueños, de caminar con esperanza, de disfrutar de cada paso que se movía a su alrededor.

Y como en el Evangelio, María de Nazaret, la mujer por excelencia, también estaba en el pueblo. Su estatua de madera, vestida con túnicas de tela, como era costumbre en el pasado, la acercaba mucho a aquellas mujeres a las que ella, desde la capilla del lado izquierdo del pasillo de la iglesia, amaba y protegía. Los veo nuevamente de rodillas, comprendidos, mirando a la Madre. Todos se parecían a Ella y cada uno la representaba con algún detalle. Con Ella las encontré mujeres que habían desafiado la vida sin hacer escándalo, que habían luchado contra todos los obstáculos sin usar las armas, sin reclamar la igualdad de derechos que adquirían día tras día al estar de pie junto a cada cruz que encontraban en el camino, decididas a obedecer sólo amar. Mujeres que juntas habían mantenido en la Tierra la fuerza generadora que devolvió entre los hombres la verdadera belleza, aquella que brota de dentro donde lo sagrado y lo humano se fusionan y se vuelven Uno. Mujeres que habían elegido ser libres para recomponer el Amor y convertirlo en el emblema de su contestación más tenaz. ¡Mujeres libres que habían sido dueñas del mundo precisamente porque eran únicas y diferentes! Mujeres que, mirándose al espejo, se habían reconocido en su ser y en su rol y fueron y permanecen fieles a él. Mujeres que siempre habían estado ahí en el momento adecuado y de la manera adecuada. Mujeres de frontera, siempre en primera fila. Mujeres cuyo “Hic Sum“Permitió que la Vida siguiera habitando la tierra. Simply Women cuyo reclamo tiene un solo lema: “Estar siempre ahí para ser mujeres, para ser Amor”.

 Señor Roberta Casini

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